Los ojos del mundo están puestos en las elecciones de Estados Unidos por la importancia de aquel país como potencia mundial. Pero hay un dato inusual que en 2024 ha despertado un interés adicional: la sustitución del otrora candidato del Partido Demócrata, aun cuando el proceso estaba muy avanzado. Como es sabido, de cara al errático desempeño que tuvo en el primer debate, el actual presidente, Joe Biden, declinó a su nominación.
Es en ese contexto que el debate presidencial entre la candidata Demócrata sustituta, la vicepresidenta Kamala Harris, y el expresidente Republicano Donald Trump atrapó la atención. Mientras que de la primera se desconocía su capacidad de debatir, el segundo es conocido por ser un orador con mente ágil y una retórica feroz.
En otros momentos el debate presidencial hubiera sido menos trascendente. Los estudios de opinión pública han demostrado consistentemente que estos ejercicios tienen un efecto apenas marginal en la intención de voto. Se dice que las y los posibles electores perciben a quienes discuten desde sus preconcepciones políticas, de manera que los debates suelen simplemente confirmar prejuicios.
En esta coyuntura, sin embargo, estados como Arizona, Georgia, Michigan y Pennsylvania reflejan intenciones de voto prácticamente empatadas. Esto provoca que los debates presidenciales adquieran una importancia adicional. Cualquier cambio en las preferencias –por mínimo que sea– puede ocasionar que alguno de esos estados se decida en favor de un partido u otro.
En cuanto al contenido del debate, deben destacarse tres aspectos. Resalto su formato y flexibilidad. Fue refrescante presenciar una discusión sin tapujos. Ambas personas candidatas mostraron lealtad a sus ideologías y electorado. Abiertamente hablaron de sus posturas respecto al aborto, inmigración, economía y relaciones exteriores –específicamente Rusia-Ucrania e Israel-Palestina–. En otros contextos, temas tan polémicos son omitidos por las candidaturas para que su posicionamiento no ahuyente a potenciales adherentes.
Al respecto, es de reconocer el trabajo de quienes moderaron el ejercicio. No solo pusieron sobre la mesa preguntas clave y contundentes, sino que además hicieron verificación de datos en tiempo real. Frente a declaraciones graves de Trump, Linsey Davis y David Muir llamaron directamente a oficinas gubernamentales para hacer su análisis respecto de la veracidad de las afirmaciones.
El segundo aspecto a resaltar proviene de la representación descriptiva que ofrece Kamala Harris: mujer, asiática y afroamericana. La candidata rompe con lo que se creía imposible para Barack Obama y Hillary Clinton, y lo lleva un paso más allá. Aunque su feminismo ha merecido opiniones mixtas en diversos medios de comunicación, el hecho es que romper ese techo de cristal en un país que ha tenido tantos problemas alrededor del sexismo y del racismo tiene valía. En caso de salir triunfante, su electorado se hará cargo de exigirle rendición de cuentas y representación sustantiva.
Ello me lleva al tercer elemento a resaltar: el desempeño de Harris. Desde los primeros minutos del debate pudimos verla dominar el espacio. La candidata se acercó al pódium de Trump para estrechar su mano, con lo que sorprendió con un gesto inusual. Con este lenguaje corporal comenzó a sentirse cómoda. Su narrativa se estableció desde el abordaje del primer tema. Mientras ella presentaba sus propuestas en contraposición al actuar del expresidente, él se dedicaba a defender las acciones y decisiones por las que era criticado. Más allá de su oratoria, la Vicepresidenta demostró ser buena estratega al orillar a su rival a confesar principios altamente cuestionables.
La ciudadanía fue quien verdaderamente ganó con el dinamismo de este ejercicio. Fue ésta la que pudo, no sólo conocer las propuestas de las candidaturas, sino también saber cuáles son sus principales contrastes. El electorado se enriquece en cada espacio en que la oferta política se exhibe con nitidez.